Empezaré esta meditación con la fábula del pez en el estanque. Era un pez muy sagaz, atributo por el cual había logrado eludir la vara de los pescadores. Sabía detectar la voz humana y evitaba los anzuelos y las trampas. Desde su marjal podía contemplar la tierra que le rodeaba, veía la luz del sol en el día, y durante las noches disfrutaba de las estrellas y la luna.
El verde de las plantas alegraba el hábitat que compartía con una gran variedad de seres, unos semejantes y otros bien diferentes. Un día escuchó a los pescadores que terminaban su jornada con poco éxito. Desde afuera, dos voces cansadas daban por finalizada su labor del día:
- Ha sido un día terrible -decía uno de ellos-
- Estamos totalmente mojados, el agua nos ha arruinado completamente, y no hemos logrado nada -contestó el otro.
Y entonces el pez de nuestro relato se sorprendió. La conversación de los dos hombres le había dejado dos cosas nuevas por investigar, dos cosas que no conocía, que no había experimentado hasta entonces. Esa noche no pudo dormir dándole vueltas en su cabeza a lo que para él fueron nuevas incógnitas, cosas que los hombres parecían conocer muy bien.
Los días siguientes no fueron menos desesperados, ese acicate interno que le mortificaba le llevó a renunciar incluso a la comida por querer despejar esos interrogantes que para él eran novedosos y aparentemente indescifrables. Finalmente se ideó un plan que le ayudaría a despejar su curiosidad: "cuando lleguen de nuevo los pescadores, morderé el anzuelo", se dijo.
Por supuesto, los pescadores llegaron y el pez murió ensartado como había ocurrido con tantos otros. ¿Por qué se arriesgó aquel pez hasta perder su vida?
Pues bien, esa sagaz criatura no sabía qué era eso de "estar mojado", y no conocía el agua. Le intrigó saber que los pescadores se sentían mojados, él no podía comprender aquella experiencia, y nunca, además, había visto el agua. ¿Qué misteriosa sustancia sería aquella que podía mojar a los pescadores y que estaba fuera del alcance de su vista?
Igual nos ocurre cuando buscamos el amor de Dios. Dios está por todas partes, y su amor nos tiene tan mojados que no nos damos cuenta. ¿Dónde estaba Dios cuando perdí mi empleo, o cuando se murió mi madre o mi hijo? ¿Dónde está Dios que no ha impedido esta enfermedad que no me deja mover, que me mantiene anclado a una cama y que me tortura con este dolor inaguantable? ¿Dónde está Dios que me deja en medio de mis deudas, lleno de recibos? ¡Dónde está, que ni me ayuda a ganar la lotería para quedar en paz y salvo con mis acreedores? ¿Dónde está el amor de Dios, si sufro tanto?
En medio de la soberbia por nuestro conocimiento de las cosas, nos sentimos con el derecho de interrogar a nuestro Creador, pregonando lo que nuestra incapacidad de ver, que no es más que inadvertida ignorancia, quiere mostrarnos como verdad. Desde el fondo de nuestra estulticia gritamos como sabios, inculpamos del dolor a nuestro Creador y nos lavamos las manos. El gesto de Pilato es nuestro gesto de todos los días: matamos a nuestro Creador y nos sentimos justos jueces.
Este escrito trata de investigar el sentido del dolor desde el punto de vista escatológico. Porque intuimos que éste no tiene ningún sentido si estamos destinados simplemente a desaparecer después de haberlo padecido. Desde el inconsciente colectivo aceptamos que el dolor nos puede
procurar cosas mejores. Tenemos por seguro que la prosperidad y el éxito no se logran sin sacrificio y sin renuncia: los primeros pagan el dolor recibido por los segundos. Desde el punto de vista social, son muchas las culturas que plantean el esfuerzo y la renuncia como los ingredientes primordiales para alcanzar ventajas económicas, para triunfar en los deportes y competiciones, y, en general, para sobresalir y alcanzar el éxito.
Quien no da lo mejor de sí en el trabajo, en el estudio o en cualquier ámbito, es catalogado como un mediocre. Si se cruza un pordiosero en nuestro camino, lo primero que pensamos es que es un
perezoso, un holgazán o alguien que no quiere trabajar o que no quiso estudiar o prepararse, en suma, que no realizó el esfuerzo suficiente, sacrificando parte de lo suyo, para sobresalir.
Con mucha facilidad achacamos el fracaso a la desidia, a la falta de esfuerzo, a la debilidad. ¿Por qué no aplicamos los mismos criterios cuando se trata de pensar en el objetivo global de nuestra vida? No sin un esfuerzo real y portentoso podremos alcanzar la felicidad definitiva; al menos
eso es lo que nos demuestran los pequeños momentos de alegría que vivimos: no se alcanzan, ciertamente, sin algún grado de renuncia. ¿Qué sentido tiene esto? ¿Es una verdad o se trata simplemente de un paradigma más?
Siempre que nos interrogamos por el sufrimiento dirigimos nuestra mirada hacia lo alto y pensamos en el propósito de Dios. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento para el ateo?
En el inmenso vacío de la existencia de un ser surgido sin un propósito inteligente que le sustentara su origen, el hombre se encuentra con el dolor, de frente, acompañándole en todos
los momentos de su vida, desde el mismo nacimiento y hasta la muerte.
¿Por qué el dolor parece ser co-esencial con la existencia?
El hombre ateo enfrenta su vida respondiendo con más interrogantes que afirmaciones, asiéndose a ideas mas que incomprensibles, insostenibles, afincándose en principios cada vez más etéreos, apropiándose de opiniones exógenas, con pie quizás en la modernidad y con el suave y embriagante aroma de la novedad, pero que dejan el enorme sinsabor del vacío, el inmenso temor de los laberintos profundos y oscuros, de la sin-salida de la razón, que no es suficiente para comprender el propósito de nuestra existencia.
Muy triste es la existencia planteada desde esta perspectiva: el hombre ha tenido que recurrir a crear unas leyes que le permitan cierta tranquilidad en medio de la sucesión de catástrofes acrecentadas por su misma existencia. Porque los animales y las plantas, y el planeta en general, han tenido que soportar la existencia del hombre como generadora de mayores sufrimientos. Éste último, depredador por naturaleza, ha causado y sigue causando verdaderas tragedias en la existencia de aquellos.
Para quien ha logrado con esfuerzo (o sin él), estabilidad económica o posición social, tienen mucho sentido las leyes que protegen la propiedad. ¿Pero, qué sentido tienen para el que ha nacido y se ha levantado sin oportunidades y sin riquezas? ¿Qué importancia tienen para el que no tiene nada?
Si la existencia del hombre no tiene un propósito trazado por su creador, es obvio que no tienen ningún sentido. ¿Por qué un Estado que ha arruinado el medio ambiente con pruebas nucleares, con armas químicas, con el abuso de la energía, y que ha impuesto su fuerza por doquier, puede exigir a otros que no lo hagan para preservar el ambiente y la estabilidad del mundo? ¿Por qué puedo exigirle yo, que todo lo tengo, que no robe al que tiene hambre, al que no tiene nada para dar de comer a sus hijos? ¿Cuál es el derecho que me asiste? ¿El derecho instaurado por los hombres que han detentado el poder y que, en general, son los que más tienen?
Sin un propósito del Creador para nuestra existencia, estos interrogantes tienen una sola respuesta: no hay nada que valide el estado de cosas establecido, diferente a la razón de la fuerza. El dolor del desposeído, visto de este modo, no tiene ningún valor, no hay razón para sufrir y, entonces, no hay nada que soporte, que amerite seguir sosteniendo el actual estado de cosas. Y si nada valida el sufrimiento, cualquier cosa que se haga para obviarlo es válida, y nadie tiene el derecho de impedirlo, más allá de pensar que va a sufrir dolor por el arrebato o el despojo. En otras palabras, sin Dios estamos abocados a la guerra hasta la autodestrucción. ¿Será por eso que el universo convulsiona, saltando de cataclismo en cataclismo, de catástrofe en catástrofe? O, por el contrario, ¿será que el sufrimiento sí responde a una lógica, a un propósito establecido a priori de nuestra existencia?
Muy a pesar del ateismo rampante, ya muy escaso por estos días, y del agnosticismo facilista, en profusión espantosa, todo lo que sostiene el actual estado de cosas manifiesta, a voz en cuello, que el sufrimiento conduce a las mejores cosas de la vida: quien se esfuerza en el estudio, despreciando momentos de solaz y distracción, alcanza el éxito; quien trabaja denodadamente, desalojando de su vida la mediocridad, alcanza el éxito; quien pone todas las horas de su vida en una causa, alcanza el éxito, quien se empeña, dedicando sueños, recursos y todo su ser, alcanza el éxito. ¿Qué alcanza el que afronta la enfermedad con entereza?, ¿qué se juega el que acepta el desprecio y el dolor sin angustiarse?, ¿qué le espera al que renuncia al confort por asumir la responsabilidad social frente al pobre y al oprimido?
El reconocimiento no es la respuesta suficiente, porque, entre otras cosas, quienes se dedican a la labor social con verdadera rectitud de corazón, lo que menos esperan es el reconocimiento, no les importa, no es ese su acicate.
Normalmente estas preguntas llegan a nuestra vida cuando estamos en el lecho de la enfermedad, cuando la encrucijada de la vida no nos deja otra salida que enfrentar el fin al que
estamos irremediablemente abocados. Lo normal es que estos cuestionamientos surjan cuando la pérdida de la libertad nos abraza, y, entre cuatro paredes o entre rejas, la visión solamente puede dirigirse a descubrir la razón de las limitaciones encontradas.
Que bueno sería poder responder a estas inquietudes y seguir disfrutando de las posibilidades que Dios nos ha dado para dirigirnos a Él en absoluta libertad. Pero si estamos envueltos en una situación de dolor como las descritas o como, quizás, una quiebra o ruina económica, o como la persecución en el trabajo, o como la falta de amor, o el rencor, o como el tener que enfrentar un desastre natural, o como tantas otras, también es válido volver los ojos para descubrir el verdadero valor y sentido de la vida.

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